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19 Y 20 DE DICIEMBRE / Aluvional, heroico e inteligente

A quince años del levantamiento popular del 19 y 20 de diciembre aquellas jornadas vuelven a tomar un significado especial. El número redondo del aniversario siempre genera una repercusión extra, pero en este caso se torna aún más simbólico por el regreso de las políticas económicas y el enorme endeudamiento externo que llevaron al desastre social de principios de siglo. La renuncia de De la Rúa, el descrédito de la clase política y las instituciones sintetizados en el «que se vayan todos», el retorno inesperado tiempo después a políticas virtuosas en pos de la producción y el empleo y el desendeudamiento externo fueron algunas de las consecuencias de la revuelta popular. A continuación reproducimos un texto escrito por Gabriel Fernández al calor de los hechos, las primeras impresiones de una jornada que marcaría el cierre de una etapa político-económica y la apertura de un nuevo ciclo hoy con destino incierto ante las políticas del macrismo.

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Las grandes movilizaciones populares de los días 19 y 20 de diciembre del 2001 rompieron la inercia conservadora en la cual se desenvolvía la opaca cotidianeidad argentina, realzaron las luchas sectoriales desplegadas a lo largo del año y permitieron al pueblo recuperar una parte de la confianza necesaria para transformar la realidad.

Fueron al estilo aluvional; sus climas, diferentes con el correr de las horas, remiten al 17 de octubre y al Cordobazo. Tuvieron sesgos democráticos, populistas y abarcativos. Mostraron a la masa en posiciones progresivas y la diferenciaron sustancialmente de la gilada que añoró el rezongo improductivo. Sin dirigencia política o gremial de algún tipo, evidenciaron las posibilidades de pensamiento colectivo con inteligencia aplicada en las calles y de resolución en bloque, sin liderazgos orgánicos.

Además, ambas jornadas dieron cuenta de una firme oposición al modelo, carente de consenso, y de propuestas de avance borroneadas pero sólidas en un sentido productivo y directamente vinculadas a la redistribución de recursos. Si la demanda de trabajo resultó central, el pedido por el cese de privilegios y la identificación de banqueros, empresas privatizadas y políticos como un todo opresor se constituyó en el complemento razonable y
argumental de la presencia callejera.

Habíamos visto con el correr del año que los niveles organizativos y
combativos alcanzados por los trabajadores desempleados estaban dejando una huella importante en el conjunto social. Sobre mediados de año la simpatía de una ancha franja de obreros, empleados, profesionales y comerciantes para
con los cortes de ruta, pese a la propaganda mediática, fue palpable. Esos sectores percibieron que necesitaban, pero no hallaban, canales participativos adecuados.

La lucha contra el programa planteado por López Murphy fue un éxito que no pasó desapercibido para la conciencia colectiva. La ratificación del modelo neoliberal por parte de Domingo Cavallo fue contrario al rumbo de los acontecimientos sociales ya que la distancia entre el primer lustro de los 90 y el presente período en el espíritu popular resultaba marcada; ello inició un rápido ciclo de deterioro del respaldo político a cualquier iniciativa que evitara modificaciones profundas.

Las elecciones de octubre corroboraron esa realidad a través de una aguda pérdida de consenso que llevó a la Alianza a caer en la consideración pública y al justicialismo a «triunfar» simplemente porque tuvo una caída levemente inferior. Los votos en blanco y las impugnaciones evidenciaron ese fenómeno y sólo la inigualable impericia y comodidad en la mezquindad de la izquierda orgánica argentina le impidió catalizar ese malestar hacia una opción de poder.

Dentro del inmenso arco de protestas y luchas que caracterizaron el 2001 cabe evaluar como las más avanzadas y las más apreciadas por el ciudadano común a las que se identificaron como autónomas, desligadas de conducciones partidarias o sindicales. La «falta de conducción» de las jornadas del 19 y
el 20 de diciembre aparece relacionada con ese estilo de construcción, no en forma orgánica -precisamente-sino en el espíritu del accionar colectivo.

Las diferencias entre las movilizaciones de uno y otro día aparecen muy marcadas desde los grandes medios y desde algunos análisis militantes; sin embargo, el sustrato de esos movimientos resultó común. El elemento motorizador del cacerolazo del 19 fue la franja más humilde de los barrios porteños; tras la represión, los jóvenes de esos mismos sectores fueron los encargados de agudizar la tensión el día 20. Es claro que el carácter abarcativo se logró en la primera jornada, por cuestiones estilísticas y
vinculadas a la seguridad, pero el tajo no fue tan profundo como
pretendieron las coberturas.

El 19 las barriadas arrastraron a las capas medias y mostraron el consenso posible para la construcción de una nueva nación. Unas 200 mil personas -y no 20 mil, como insisten Clarín y los militantes ausentes-ocuparon Plaza de Mayo en una de las gestas más auténticas, entusiastas y profundas que se recuerden en la historia argentina. Ese fue un acto con marchas confluyentes de familias trabajadoras y desocupadas, acompañadas progresivamente por
comerciantes y profesionales; fue un acto con clarísimas consignas por el derrocamiento del gobierno y por la aniquilación del modelo de exclusión; fue una manifestación sin caras conocidas de ningún tipo. Durante ese acto renunció Cavallo.

¿Cómo surgió? Es imposible definir porqué tal día a tal hora se producen los levantamientos populares más hondos. La carga del año detonó esa noche. Claro está, mucho tuvo que ver el hartazgo aquilatado cuando, tras las protestas que se sucedieron en provincia de Buenos Aires y otras regiones a lo largo del día, el discurso del entonces presidente Fernando de la Rúa ratificó la orientación y, para colmo, dispuso estado de sitio. Pero eso, y
muchos datos más, no alcanzan para explicar la confluencia colectiva en una actividad multitudinaria.

La debilidad política del gobierno, elaborada por su propia tracción al continuar un programa económico sin consenso alguno, quedó a la luz cuando, en lugar de amedrentarse por la disposición castrense, la población salió a las calles a hacer sonar ollas y bombos. La autoridad del Estado estaba corroída y ninguna amenaza, por fuerte que resultara y, como se comprobó después, ninguna represión, por salvaje que fuera su implementación,
lograría detener la determinación popular de ser la realidad y combatir a los que se oponían a ella.

Este concepto se enlaza en lo coyuntural con el proceso vivido en los años recientes: de hecho, la agudización del Plan Martínez de Hoz por parte de Cavallo, llevó al aplastamiento de las fuerzas geoeconómicas del país mediante una transferencia de recursos que empobreció al pueblo, desindustrializó el territorio y desnacionalizó la economía local. Merced a muchos factores -oleada conservadora mundial, terror dictatorial y propaganda mediática, entre otros-esa propuesta obtuvo una aceptación
relativa hacia el primer quinquenio de los 90, durante el gobierno del ex presidente Carlos Menem, con la orientación económica de Cavallo.

Al quedar la Argentina sin recursos genuinos debido a la privatización de empresas públicas rentables, al seguir abonándose un adeudo externo injusto, ilegal y usurario; y al profundizarse un esquema impositivo regresivo mientras caía el consumo, se depreciaban los salarios y aumentaba la
desocupación, las secuelas comenzaron a percibirse en toda su dimensión. La crisis del 96 fue profunda porque los conservadores lograron elaborar el agujero fiscal que, argumentalmente, venían a combatir. Cayó Cavallo y subió Roque Fernández; cuando éste aseguró la continuidad del programa, se quebró una parte de la esperanza colectiva y cobraron nuevo impulso los movimientos
sociales.

Frente a esa situación la población optó por generar un cambio y, seducida por la opción discursivamente progresiva del Frepaso, apoyó a la Alianza como perspectiva de cambio moderado. Pero el nuevo ministro de Economía José Luis Machinea, pretendió hacer frente a todos los gastos estatales y a los compromisos internacionales sin modificar el rumbo estructural: la economía argentina, pese a su enorme capacidad de ahorro, quedó exangüe. Los dos ministros subsiguientes, como hemos visto, buscaron hacerlo mediante podas extraordinarias en todos los presupuestos públicos y adoptando medidas contractivas, con los resultados a la vista.

Los últimos meses del 2001, antes del estallido, mostraron un clima social insoportable. La bancarización fue una de las gotas que rebasaron el vaso pues al negar la posibilidad de insertar circulante se aniquiló en diez días toda la economía informal que el mismo modelo había generado por la desocupación. Al mismo tiempo, tocó a sectores medios altos que habitualmente se consideraban fuera del problema y se encontraron molestos
por no poder recurrir a sus fondos depositados en los bancos.

Ese clima sumió en una grave depresión al pueblo argentino y potenció en amplios sectores los deseos de alejarse de un país alocado y en permanente caída, así como las patologías psicológicas en todas las capas sociales. Cuando la noche era más oscura, cuando parecía -a comienzos de diciembre-que el aletargamiento iba a deteriorar definitivamente las perspectivas de
lucha, una bronca profunda y tremenda empezaba a emerger. Y el 19 emergió así, como suele suceder en nuestro país, a borbotones y con una fuerza liberadora que evita encasillamientos y disciplinas partidarias.

Pero ¿qué pasó el 20? Los dos días están concatenados, no sólo por una cuestión cronológica sino también por el trasfondo político social de los protagonistas. Cuando en Plaza de Mayo y Congreso el gobierno apostó a la represión brutal, las familias de las clases populares porteñas salvaguardaron a sus chicos, muchos abuelos ocuparon la segunda fila con el sabor del deber cumplido y personas de 17 a 45 años aproximadamente se lanzaron a una guerra de piedras ciudadana que se constituyó en la pesadilla
que derivó en la caída de De la Rúa, quien para entonces no contaba con la confianza del poder.

Surgieron líderes de esquina, que conocían todos los recovecos de San Telmo y Monserrat, quienes dieron una de las batallas más heroicas y sagaces de nuestra historia, frente a una policía ensañada, feroz y dispuesta a combinar, por orden de la cartera del Interior, balas de goma con balas de plomo, gases con agua y palos con navajas. La muchachada se fue agrupando en
núcleos de 30 a 50 personas en Bolívar, Defensa, Balcarce; golpeaba y se retiraba para entrar por otra arteria. La policía corría a los manifestantes dejando huecos que permitían los continuos avances y retrocesos por Avenida de Mayo.

Los allí presentes entendimos donde estaban las jefaturas naturales; lejos de la preocupación militante por «la falta de conducción», comprendimos que un dirigente revolucionario lúcido pero sin práctica callejera y sin conocimiento de la zona, hubiera sido una traba para el éxito de las operaciones. Así, se logró convertir en territorio de combate, por momentos enteramente liberado, el tramo que va desde la 9 de Julio hasta Paseo Colón:
los policías huían, sus patrulleros y sus motos eran destruidos por decenas de personas que aparecían en cada bocacalle y la lluvia de piedras resultaba una cobertura incesante que evitaba tanto el avance uniformado como la dispersión de los ciudadanos rebeldes.

De ese modo, con la combinación del consenso amplio del día 19 y la enérgica réplica del 20, cayó el gobierno de De la Rúa y Cavallo y empezó a horadarse definitivamente un modelo económico social y cultural que parecía inamovible. Por supuesto que hubo fisuras en el poder; claro está que el justicialismo se corrió cuando el entonces presidente solicitó apoyo; cierto es que los errores de la Alianza precipitaron los sucesos; también, que el
Fondo Monetario Internacional se desentendió de las consecuencias de sus recetas. Los expertos en revoluciones palaciegas podrán considerar que esas y otras fueron las causas fundamentales. Sin embargo, quienes vivimos las jornadas de diciembre sabemos que fue el pueblo en la calle el que logró una
victoria sorprendente. Parcial, como todas las victorias políticas.
Magnífica, como suelen ser los triunfos modestos de quienes están
acostumbrados a perder.

Algunas digresiones resultan necesarias para concluír este somero informe: la presión mediática del día 21, realzando las roturas de comercios, intentó convertir esa victoria en un suceso luctuoso y marginal. Repasando la prensa del 18 y el 19 de octubre de 1945, hallaremos las mismas referencias a la población que llegó a hasta el mismo escenario. Es pertinente que los medios
alternativos contribuyan a que este avance popular pueda ser evaluado cabalmente por sus protagonistas, por momentos abrumados porque su heroísmo ha sido reducido a un puñado de hechos vandálicos.

Es de interés señalar que esas coberturas potenciaron la voz del idiota argentino. Hombres de mediana edad, contentos de no jugarse por nada aunque muy machistas en sus consideraciones cotidianas, hablaron por boca de ganso todo el viernes posterior a los sucesos, cuando deberían avergonzarse por su inacción ante miles de personas que se plantaron, también, por ellos. No
deja de extrañar -y debería formar parte de un debate sobre el empresariado argentino-que medios como Clarín y Crónica hayan sido impulsores de esas zonceras cuando fabrican productos típicamente no exportables, que necesitan del mercado interno para subsistir.

Muchos periodistas -América, Mitre-lloraron por la destrucción de Musimundo, el gran negociado de Menem y Yabrán, por el incendio del Mc Donald, que pocas semanas antes se llevó la vida de pibes argentinos por falta de control alimentario, y por casas importantes de la Avenida Corrientes: sus dueños, luego de pucherear ante la cámara, sonreían pensando en el seguro y
en la línea de crédito a tasa cero dispuesta por el gobierno de la Ciudad Autónoma. El colmo fue cuando Todo Noticias sugirió que los retrasos en los pagos a los empleados estatales se debía a los problemas edilicios de los bancos atacados por la manifestación. Y detrás de la pantalla, los zonzos lamentaban las «perdidas» de los grandes saqueadores de la nación.

Por otro lado, cabe señalar que el nuevo período que se está abriendo evidencia la profunda necesidad de dar una dura batalla cultural ligada a la política, social y económica. Que después de la Década Infame amplios sectores, aún los versados en temas históricos, hayan creído en las bondades de las privatizaciones, en el impulso a la producción que iba a brindar un sistema bancario sólido, en la necesidad de recortar derechos sociales, da cuenta de una persistencia mitrista en el trasfondo de la cultura argentina
que debe ser erradicado para siempre si no se desea recaer en períodos como los que nos ha tocado vivir. En este sentido, y no sólo en el informativo, si las organizaciones populares no revierten su desidia ante los emprendimientos culturales y comunicacionales que un sector del pueblo ha hecho nacer en las últimas décadas, la recaída puede resultar inevitable.

Y para terminar: ningún policía, ningún funcionario, ningún empresario murió durante las jornadas del 19 y el 20 de diciembre. Todos los muertos los puso el pueblo. Muchos jóvenes; una gran parte de ellos, partícipes de tareas sociales en sus zonas. Esos muertos, los heridos, los presos, y los miles de
manifestantes que elevaron las mejores banderas de nuestro pueblo y nuestra patria, son los protagonistas reales de los sucesos recientes.

GF/

Diciembre 2001.-

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