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Los peronistas y nuestro árbol genealógico

Peronismo

 

Por HÉCTOR AMICHETTI*

Somos parte de un gran Movimiento que nació a mediados del siglo XX para marcar el derecho de una clase social -marginada hasta entonces- de ser protagonista activa de la historia nacional, también continental y porque no universal.

Nos une una doctrina, principios e ideales que no se rompen por las distintas interpretaciones de nuestras raíces históricas.

Nuestro líder se convirtió efectivamente en líder porque supo interpretar a la gran masa del pueblo sin distinción de matices y análisis puntilloso de su árbol genealógico.

Seguramente no todos y todas coincidiremos en todo con Juan Perón, aunque sí en su capacidad de conducción, en la claridad de sus definiciones y fundamentalmente compartiremos el sueño del país, de la América y del mundo que él creía posible construir.

El 12 de octubre de 1947, la Academia Argentina de Letras realizó un homenaje a Miguel de Cervantes al cumplirse 400 años de su nacimiento.

Ese acto, en el que además se conmemoró el Día de la Raza, tuvo como cierre un extenso discurso del Presidente Perón, del cual rescato algunos sustanciosos párrafos:

«A través de la figura y de la obra de Cervantes va el homenaje argentino a la Patria Madre, fecunda, civilizadora, eterna, y a todos los pueblos que han salido de su maternal regazo.

Por eso estamos aquí, en esta ceremonia que tiene jerarquía de símbolo. Porque recordar a Cervantes es reverenciar a la madre España; es sentirse más unidos que nunca a los demás pueblos que descienden legítimamente de tan noble tronco; es afirmar la existencia de una comunidad cultural hispanoamericana de la que somos parte y de una continuidad histórica que tiene en la raza su expresión objetiva más digna, y en el Quijote la manifestación viva y perenne de sus ideales, de sus virtudes y de su cultura; es expresar el convencimiento de que el alto espíritu señoril y cristiano que inspira la Hispanidad iluminará al mundo cuando se disipen las nieblas de los odios y de los egoísmos.
Por eso rendimos aquí un doble homenaje a Cervantes y a la Raza.

Para nosotros, la raza no es un concepto biológico. Para nosotros es algo puramente espiritual. Constituye una suma de imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y nuestro destino. Ella es la que nos aparta de caer en el remedo de otras comunidades cuyas esencias son extrañas a las nuestras, pero a las que con cristiana caridad aspiramos a comprender y respetamos. Para nosotros, la raza constituye nuestro sello personal indefinible e inconfundible.

Para nosotros, los latinos, la raza es un estilo. Un estilo de vida que nos enseña a saber vivir practicando el bien y saber morir con dignidad.

Nuestro homenaje a la madre España constituye también una adhesión a la cultura occidental.

Porque España aportó al Occidente la más valiosa de las contribuciones: el descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado para la causa de la cultura occidental.

Su obra civilizadora cumplida en tierras de América no tiene parangón en la historia. Es única en el mundo. Constituye su más calificado blasón y es la mejor ejecutoria de la raza, porque toda la obra civilizadora es un rosario de heroísmos, de sacrificios y de ejemplares renunciamientos.

Era un puñado de héroes, de soñadores desbordantes de fe. Venían a enfrentar a lo desconocido, a luchar en un mundo lleno de peligros, donde la muerte aguardaba el paso del conquistador en el escenario de una tierra inmensa, misteriosa, ignorada y hostil.

Nada los detuvo en su empresa, ni la sed, ni el hambre, ni las epidemias que asolaban sus huestes; ni el desierto con su monótono desamparo, ni la montaña que les cerraba el paso, ni la selva con sus mil especies de oscuras y desconocidas muertes. A todo se sobrepusieron.

Y es ahí, precisamente, en los momentos más difíciles, en los que se los ve más grandes, serenamente dueños de sí mismos, más conscientes de su destino, porque en ellos parecía haberse hecho alma y figura la verdad irrefutable de que «es el fuerte el que crea los acontecimientos y el débil el que sufre la suerte que le impone el destino». Pero en los conquistadores pareciera que el destino era trazado por el impulso de su férrea voluntad.

España, nuevo Prometeo fue, así, amarrada durante siglos a la roca de la historia. Pero lo que no se pudo hacer fue silenciar su obra, ni disminuir la magnitud de su empresa que ha quedado como magnífico aporte a la cultura occidental.

España levantó templos, edificó universidades, difundió la cultura, formó hombres, e hizo mucho más; fundió y confundió su sangre con América y signó a sus hijas con sello que las hace, si bien, distintas a la madre en su forma y apariencias, iguales a ella en su esencia y naturaleza. Incorporó a la suya la expresión de aporte fuerte y desbordante de vida que remozaba a la cultura occidental con el ímpetu de una energía nueva. Y si bien hubo yerros, no olvidemos que esa empresa cuyo cometido la Antigüedad clásica hubiera discernido a los dioses, fue aquí cumplida por hombres, por un puñado de hombres que no eran dioses aunque los impulsara, es cierto, el soplo divino de una fe que los hacía creados a imagen y semejanza de Dios.

Son hombres y mujeres de esa raza los que en heroica comunión rechazan, en 1806, al extranjero invasor, y el hidalgo jefe que ha obtenido la victoria amenaza con «pena de la vida al que los insulte». Es gajo de ese tronco el pueblo que en mayo de 1810 asume la revolución recién nacida; es sangre de esa sangre la que vence gloriosamente en Tucumán y Salta y cae con honor en Vilcapugio y Ayohuma; es la que anima el corazón de los montoneros; es la que bulle en el espíritu levantisco e indómito de los caudillos; es la que enciende a los hombres que en 1816 proclaman a la faz del mundo nuestra independencia política; es la que agitada corre por las venas de esa raza de titanes que cruzan las ásperas y desoladas montañas de los Andes, conducidas por un héroe en una marcha que tiene la majestad de un friso griego; es la que ordena a los hombres que forjaron la unidad nacional, y la que alienta a los que organizaron la República; es la que se derramó generosamente cuantas veces fue necesario para defender la soberanía y la dignidad del país; es la misma que moviera al pueblo a reaccionar sin jactancia pero con irreducible firmeza cuando cualquiera osó inmiscuirse en asuntos que no le incumbían y que correspondía solamente a la nación resolverlos; de esa raza es el pueblo que lanzó su anatema a quienes no fueron celosos custodios de su soberanía, y con razón, porque sabe, y la verdad lo asiste, que cuando un Estado no es dueño de sus actos, de sus decisiones, de su futuro y de su destino, la vida no vale la pena de ser allí vivida; de esa raza es ese pueblo, este pueblo nuestro, sangre de nuestra sangre y carne de nuestra carne, heroico y abnegado pueblo, virtuoso y digno, altivo sin alardes y lleno de intuitiva sabiduría, que pacífico y laborioso en su diaria jornada se juega sin alardes la vida con naturalidad de soldado, cuando una causa noble así lo requiere, y lo hace con generosidad de Quijote, ya desde el anónimo y oscuro foso de una trinchera o asumiendo en defensa de sus ideales el papel de primer protagonista en el escenario turbulento de las calles de una ciudad.

Señores: la historia, la religión y el idioma nos sitúan en el mapa de la cultura occidental y latina, a través de su vertiente hispánica, en la que el heroísmo y la nobleza, el ascetismo y la espiritualidad, alcanzan sus más sublimes proporciones.

El Día de la Raza, instituido por el presidente Irigoyen, perpetúa en magníficos términos el sentido de esta filiación.
Si la América española olvidara la tradición que enriquece su alma, rompiera sus vínculos con la latinidad, se evadiera del cuadro humanista que le demarca el catolicismo y negara a España, quedaría instantáneamente baldía de coherencia y sus ideas carecerían de validez«.

Seguramente más de un compañero y compañera no habrá estado totalmente de acuerdo en aquel momento con los elogios de Perón a la «Madre patria» y con el reconocimiento al coraje de los conquistadores, pero ello significaba algo menor en relación con la revolución económica y social que avanzaba a ritmo intenso.

73 años después, otro gobierno peronista cambió la denominación del «Día de la Raza» por «Día de Respeto a la Diversidad Cultural» con el fin de promover la reflexión histórica, el diálogo intercultural y el reconocimiento y respeto por los pueblos originarios.

La decisión no representó para nada un conflicto con el pensamiento de Perón, es que el Peronismo volvía a reafirmar en los hechos el verdadero sentido de su existencia: defender los derechos de las mayorías que le son arrebatados por la única raza enemiga de los pueblos, la de los empecinados oligarcas explotadores.

*Federación Gráfica Bonaerense / Corriente Federal de Trabajadores

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